Silencio
"Silencio"
Entre la primera letra, mayúscula, y el punto, final, hubo un largo enunciado lleno de comas, alegrías y tristezas
No se puede vivir atormentado, decían los que esquivaban los días y también las noches. Sin ningún signo propio de luz o moral ajena habían condenado la humanidad a la Alegría, a la macabra obligación de la alegría, de la sonrisa sin gracia, del chiste de bolsillo.
Era verano afuera y el aire olía dulce a jugo y a azahar. Había en la cortina negra de la noche, apenas una o dos luciérnagas derrochando vida o estupidez. Fue en ese momento que escuchó esa cadencia por primera vez, a lo lejos, casi como una quimera.
La música espontánea no era posible ni comprendida. Las canciones y melodías se abultaban en catálogos absurdos de códigos de cercanías y derechos. Música de significado, le decían, a ese estamento mecánico de clings y clangs devenidos en imágenes literales en la retina.
Habían empezado de a poco, con mensajes subliminales de proyección literal, hasta llegar a desafiar la semiótica con códigos enteros de catálogos de territorio adulterado.
Los Dirigentes del Consejo de Oficio seguían trabajando en la red de asignación musical por nacimiento para evitar el caos de lo que quedaba de sociedad.
El ejercicio subliminal de la música había conseguido atrofiar poco a poco la escucha natural y ordinaria de ruidos y notas varias. Sin embargo, al otro día, en esa sordera negra de la noche,
volvió a escuchar la melodía de nuevo, y esta vez, un poco más fuerte. Era distinta. Cada nota le iba revolviendo el pecho en un puchero de angustia dulce, a fuego lento, hasta hacerle mirar para arriba, buscando la luna o las estrellas que ya no se veían.
Nada de lo que escuchaba podía describirse en palabras o imágenes. Era algo imposible, sin referencias más que el sentir: aterrador y bello.
No pudo seguir escuchando porque sus propias lágrimas empezaron a abarrotar la sala y mojar las cortinas, los sollozos se hicieron tan fuertes que apagaron ya cualquier sonido de los permitidos. La cadencia maldita seguía invadiendo casas y jardines y los ríos de lágrimas y tristeza rodaban entre piedras de alquitrán y flores de cardo.
Lloraron por sus muertos, a los que un jingle del Consejero de Oficio les obligaba a despedir con sonrisas. Lloraron por los niños flacos y con mocos que pululaban descalzos y los códigos subliminales obligaban a ver como ajenos. Lloraron por la soledad que los rodeaba a todos.
Lloraron. Hasta que ya no pudieron llorar más, limpios y ahogados en lagunas de lágrimas saladas. Nadie sabe quién fue el primero que pudo parar, respirar y recibir, por fin, el alivio.
Sólo entonces pudieron volver a sentir, torpemente, eso que llamaban alegrías.


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