martes, 21 de octubre de 2025

Cartas al aire: algo así



Tuve un momento breve de felicidad cuando una idea me derivó en un cuento por ser.

En mi obsesión con el campo y con el río, yo quería escribir sobre una bajante inmensa y las cosas impensadas que podían pasar si se llegaba a poder pasar caminando a la otra orilla.

Me fui a dormir tranquila, serena, feliz, casi regodeándome, victoriosa. Qué verguenza.

Al otro día amanecí temprano, como siempre, porque el dolor me había despegado el hombro del cuerpo y hacía que el brazo se moviera raro. Ya empezaba a arder de descargas eléctricas en el quicio.

Quién podría romantizar lo de Frida, pienso, mientras viene el relámpago fulminante de la soberbia a atacarme, a devolverme a un plano místico de balanceada insuficiencia, a días de respirar a conciencia para funcionar con medida. 

Es casi en el suelo  donde el arte te alcanza, siempre, cuando apenas se roza la luz de otros, allá abajo, ilusos los que lo buscan en la gloria o el ego de las masas.

Hay quien dirá que esto no es más que un argumento del fracaso o una consmisceración de la impotencia, y sí, es su derecho, pero lo discutiré más tarde, cuando no me duela. 

Hoy quiero pensar que sí es mi escuela, que puede acompañarme, ser mi bálsamo.

Sólo quiero decir que fue en ese momento, en que me dí cuenta que ese proto cuento ya había sido escrito, nada más y nada menos que por Rodolfo Walsh, sí, su último cuento, el cuento inédito: Juan se iba para el Río.

Yo acá les dejó la página de la Esma para que visiten el horror de la fuente primaria y no traficar con causas que ya bastante con las modernas, vio.

Yo sólo quiero decirles que los celos enormes que Rodolfo me generó ayer, muerto y todo, desaparecido y todo, los celos que me dio también su cuento desaparecido, lleno de magia y horror, directo a los umbrales del misterio, sólo son comparables al  dolor de sentir esa pérdida, la dimensión enorme de esa pérdida.

De esa mente y el bien que podría haber hecho, sin exagerar, dado el enorme espacio que ocupa una ausencia. 

Imagínense un conjunto de ausencias.

Un conjunto tan grande que merezca la oportunidad de ser señalado y resarcido, no como meras decenas o individuos, sino como LA AUSENCIA. Porque hay MUERTES y muertes, como hay VIDAS y vidas. Basta con ver las noticias. 

Entonces me doy cuenta que he sido un poco dura conmigo misma, al fin y al cabo, era evidente que ya había leído esa historia y la había olvidado, también era evidente que la historia me atravesaba cada vez que la conocía, es imposible no mentirle al olvido.

Me atravesaba tanto como para pensar que esa idea había anidado en mí al igual que antes lo había hecho en Rodolfo, qué ilusa.

Y entonces otra trampa de la memoria se abrió en un crack brillante escuchando la voz pausada hablando de “Pierre Menard, autor del Quijote”.

Borges, ese ludópata, se dio el gusto de jugar de nuevo para hablarte con toda la naturalidad del mundo y sin afección, de un escritor que se sienta y escribe, palabra por palabra, el mismo libro que Cervantes.

Creí haber entendido ese cuento de Borges, desmembrado como por una katana sin funda, hace más de veinte años pero me vengo a desayunar hoy que no.

Que no lo había entendido y que yo, en realidad, no le estaba copiando a Rodolfo Walsh de una manera inconsciente (debido a la simpática cualidad de no recordar algunos hechos de mi vida), sino que había accedido a un accidente hermoso de una mística singular. 

Repetición, le dirán algunos, yo prefiero llamarle arte.

Plagio? No, eso sólo las máquinas y los burócratas.

El resto fagocitamos arduamente  visiones propias y ajenas, pedacitos de colores, joyas que alguna vez fueron hermosas, pinceladas de rabia o palabras que buscarán siempre el amor para fabricar o recolectar la belleza que restaure lo bueno.

Por cierto, no voy a escribir el cuento después de saber que él ya lo había hecho, no sólo por respeto, debo ser honesta, saber que ese cuento me llama para ser escrito siempre será mi sorpresa de coincidencia, mi placer culposo. 

Y entonces dónde está el arte, dónde está la cosa, la obra, el producto, si no se hace nada con eso. 

Justamente en eso, no hay significante, ni límites o cosas, que puedan albergar ese significado. 

Alguna vez verás alguna cosa escrita luego por mí y te hará acordar este momento, estaremos unidos en ese hecho, ese recuerdo bello. 

Como el amor, lo que te sigue y se te queda, aquello de lo que no podemos huir,  sólo puede sentirse bien adentro. 

http://www.museositioesma.gob.ar/


lunes, 6 de octubre de 2025

FINGIR DEMENCIA (Newsletter publicada en el Podcast "Recordarte", cuando formaba parte de ese proyecto).

"Mamá pará el viento", me dijo el otro día mi hija de casi cuatro. Yo la miré con una sonrisa que era más de terror que de calma.

 

"No puedo", le dije. Ella me miró entre incrédula y molesta. Y descubrió otro límite que todavía no entiende, una frontera ciega que todavía no puede alumbrar el pensamiento o la memoria pero reconoce inquietante.

 

Hace unas semanas se murió una de nuestras mascotas, Ramona. Sí, lo sé. Con su papá le explicamos de manera torpe y honesta lo que pensamos que es la muerte para nosotros. Nada la conformó, aunque decretó que no quería hacer más preguntas. Entonces vinieron a verla tíos, primas, abuelas y amigos. Y a cada persona le preguntaba si sabía que se había muerto Ramona para chequear las versiones que le daban entre ellas y ver si coincidían. La investigación todavía sigue abierta en el paso de los días.

 

Es el tiempo del reposo, de la escucha, del adentro.

 

Necesitamos las pausas. Esos tiempos de estremecerse y hacerse humana. Eso debería ser algo mínimo; pero entretener este concepto me parece bastante difícil después de ver por un momento con el rabillo del ojo que ya alcanzaron más de no sé cuántas infancias suprimidas o rotas. Acá y no sé dónde. Nada nuevo, ciudadanas de escasa edad y falta de voto o expensas.

 

Me gusta entender cómo funcionan ciertas costumbres adquiridas porque tienen la capacidad de transmutar en cosas, como si estuvieran lejos del mundo de la invención.

 

El otro día me crucé con una ex vecina que no veía desde hace mucho tiempo. Las dos somos mamás ahora. Nos miramos y nos reconocimos enseguida, aterradas y felices. "Qué difícil criar en estos días", me dijo, "no estás sola", dije con cada fibra.  Hay que hacer una comunidad y tal vez no es tan difícil, tal vez es cuestión nomás de salir a la vereda y charlar. Acordar y acordarse.

 

A mí me gusta defender la vida. Defender la crepitante sensación de asombro y privilegio de sentirla. A mí me gusta ensalzarla como una gloria cósmica pero no divina. Defender su pluralidad, su alegría transversal y su necesidad de amar, así, como se pueda. Y todo lo que no sea eso, se reconoce como un límite inquietante que no puede alumbrar todavía la razón o la lógica.

 

Nadie me puede convencer de desterrar la muerte de ciclos. La muerte artificial y venerada es un límite como especie, sí, claro que sí, pero desde hace mucho. Un límite animal. Un límite que debería ponerte los pelos del cuello en vertical infinita.

 

Porque nos necesitamos, nos necesitamos siempre. Y todo lo demás son costumbres adquiridas, de esas que hay que resistir hasta que caigan por sí mismas.

 

 

lunes, 15 de septiembre de 2025

REDES

No fueron las abejas, como todo el mundo esperaba, las grandes protagonistas del descalabro global ni el efecto mariposa, de cansinos instantes finales.

De lejos se veían como capullos gigantes incubando quién sabe qué criatura cambiante, pero eran sólo casas viejas.

Ya más de cerca se apreciaban las pequeñas figuras finas negras de ocho patas saltando incansablemente para cubrir toda la superficie, desde el techo a los zócalos.

Era raro ver las taperas forradas como pupas de mariposa queriendo volver para vivir una vida distinta, en el medio de las llanuras polvorientas.

Los expertos no se explicaban que pudieran haber sobrevivido tantas fuera de la costa, pero ahí estaban, salían de las cuevas rotas, esas grietas profundas que se habían formado después de años de sequías y bombas de calor.

Lograron identificar el tipo de especie autóctona,  araña lobo, le decían porque a diferencia de sus pares, no tejía ni esperaba, sino que salía de noche a cazar en emboscada.  

Esa criatura que se había definido por ser nómade y voladora, a diferencia de sus congéneres, había encontrado la manera, sin embargo, de quedarse en un lugar.

Disparaban sus hilos de seda como proyectiles al viento, para desplazarse entre corrientes de aire y esqueletos de árboles tristes.

Poco a poco empezaron a llegar a la ciudad.

Primero en la periferia y después más allá.

Todas las noches, las casas aparecían envueltas en la seda pegajosa, impregnada de feromonas. La primera reacción fue eliminarlas, pero ya estaba más que prohibida la venta de químicos mortales, aunque su contrabando fuera inevitable.  

Así que procedieron a mitigar los efectos poniendo jabón, en las ventanas y puertas o trampas imperfectas de pinchos y plantas.

Nada funcionó.

Con el tiempo empezaron a disfrutar de las nuevas condiciones de aislamiento térmico y amortización de ruidos.

Una especie de calma los invadía de noche, sin ninguna de las drogas nocturnas que debían tomar para poder conciliar el sueño. Entonces, ellos también empezaron a quedarse.

Ante la promesa de sueño reparador y fresco, todos los que habitaban edificios altos e iglesias recicladas, reclamaron su cuota de envolvencia al viento, sin respuesta.

Más de uno decidió empezar un criadero y las soltaba desde la azotea planeando hacia abajo, para que hicieran su magia en caída libre.

El aumento de  criaderos y espontáneos, que vendían lonas de seda robadas a las taperas, empezó a hacer mella en las arañas lobo, provocando abruptamente su desaparición.

Las casas fueron perdiendo paulatinamente su cubierta de algodón de azúcar y las últimas arañas, murieron sin poder volar ni tejer un proyectil de seda.

Sólo entonces, volvieron a salir de noche y, en fin,  los ruidos.

Las metamorfosis no son parte de una especie condenada a repetirse.

Poco después llegó la foto.

Una impensable, sacada desde un globo aerostático de medición de oxígeno.

Todos los techos forrados de seda refulgían como un laberinto al reflejarse con la luz del sol. Solo desde arriba podía leerse las letras encadenadas en un idioma antiguo de palabras obsoletas.

“AYUDA”, era lo último que podía leerse con algún sentido. 

lunes, 1 de septiembre de 2025

Agua y Arena

Agua y arena

 

Hay un mundo viejo donde yo no existo, con paredes y pisos y puertas.

Hace mucho que no voy, pero sé que no existo.

Ya la ciudad más grande había sucumbido al mar, hecha un infierno de mugre y casas rotas.

Lo que antes era una fortaleza en un morro viejo, ahora era el único faro guía para adentrarse en sus aguas. Más allá de los bañados con sus juncos llenos de ratas, poco quedaba a la deriva.

Fue distracción, nomás. Apenas eso. Siempre estábamos más allá, errantes, buscando no sentirnos.

El agua no subió sola de un día para el otro, por el contrario, lo fue haciendo sigilosa y constante, como su ejército de gotas. Pero estábamos distraídos.

Hablábamos de las vistas propias o ajenas, y de lo último que se había oído en lo alto del algoritmo. Pequeñas chispas lúcidas que ardían en lo efímero.

Los que escapamos últimos no fuimos heroicos, sino cínicos.

Ya las tomas de las Sierras habían pasado hacía mucho y los pocos lugares altos, estaban todos hundidos.

Sólo quedó moverse hacia arriba. Hacia las llanuras desiertas, hacia las cuevas rotas donde la tierra seca lloraba estalactitas de basura sin vida.

Sobraba sol y también viento.  

Allá lejos, en las dunas de micro plásticos, se elevaban seres estáticos e impermeables, de colores diversos y formas ruinosas.

Seres sin vida,  llenos de quistes y pliegues de luto.

Esos bosques de esculturas de caucho fósil y  refulgentes, se habían formado al caer los rayos de las tormentas secas.

Pero algunos no lo creían. Venían de un miedo eterno.  

Era tal el espectáculo de belleza que no admitían que no hubiera la intención, la creación debida. Qué ironía negar el accidente, la casualidad, la Vida.

Cómo no entender que lo eterno, si existe, se llamaba Azar o Risa.

Más de uno cayó de rodillas llorando en un trance y tragando como gofio, arena plástica sucia. Otros lo aspiraban y se la frotaban por los brazos esperando un designio.

Unos y otros sintieron hincharse el pecho de vida, de explosión de colores y alaridos de papel burbuja.

Pero se derretían por dentro con millones de minúsculas heridas, abiertas, lacerantes.

Los que sobrevivían tenían el ámbar en la piel y los pliegues de lo callos llenos de cicatrices.

Ya no comían.

Cuando se dieron cuenta de que podían planear con sus prótesis de espanto, pusieron rumbo al sur, a las Sierras, rumbo a la esperanza que entendían se les debía, por sacrificio.

Pero los habitantes de las Sierras no los conocían.

Se pegaban a los vidrios y las puertas buscando algún contacto.

Luego volvían volando a las dunas, a adorar a sus moldes de barro y linóleo, a aspirar arena tóxica y a esperar por su cura.

Yo los miraba de lejos, desde mi guarida, desde las cuevas rotas.

Creía estar mejor que ellos, con mi forma primigenia erguida.

Pero los días se agrupaban en la garganta, asfixiando sin prisa y empecé a caminar.

Desperté en un portal de las Sierras muchos días después, con una resaca intensa y una tristeza infinita.

Los de adentro me miraban horrorizados, cerrando las cortinas.

Yo les quería decir que era uno de ellos, pero no me veían.

Más que no verme, yo creo, es que no me querían.  

jueves, 7 de agosto de 2025

Hilos 8. Comiendo vidas enero 03, 2024


 

Comiendo vidas

 

 

Miro por la ventana pero no hay nubes aunque sí gotas.

Veo el amarillo inexorable y polvoriento de la tierra tachonarse de lunares mojados y sucios.

 

 

Las únicas hojas verdes son vestigios de cardos o cerrajas con sus flores violentando el desierto.

 

Plantas animas y resistentes, generosas en regalar alimento, antes malditas sin nombre por ser nativas, desintegradas en el olvido común de los yuyos.

Así les decían los antiguos.

Plantas que alimentaron las vidas que ahora me alimentan.

 

Legiones de ojos miraron antes de mí este río, ahora seco.

Montones, miles, apenas brillos.

Luego se hicieron fuego y cenizas para pegarse a los cantos de las piedras, a raíces añejas de coronillas y sauces, al clamor rebelde del ceibo en el agua.

Y puedo sentir la paz de los montes históricos que servían de refugio en las carreras de niños, de risas chapoteando entre el calor y los juncos.

 

Todo eso alimentó esta tierra, los higos del verano que eran dulce en otoño.

Los tomates voluptuosos de las quintas de diciembre y las noches serenas de refresco en la brisa.

 

Con las estrellas más amarillas, rosadas y escurridizas.

Así de indómitos crecimos.

Comiendo vidas ajenas diluidas en todos los elementos para infectar la nuestra.

 

Gente que no conocimos nunca.

Algunos dicen que ellos no tienen nada que ver conmigo.

Pero yo sigo escuchando el fuego y abonando esta tierra con orín para que me dé sus frutos.

 

En algún recóndito fragmento mineral, puedo distinguir una chispa serena que me nutre y me calma.

 

Legiones de bocas me dicen que así no se vive, que hay que abrazar el tiempo éste como si fuera algo mío. Que nada tengo que ver con los que vivieron antes, pues no son mis abuelos, ni mis hijos ni mis primos.

 

Ellos no saben que en las noches sin quererlo escucho un susurro.

De voces antiguas, de vidas libres, de cantos de vientos, donde todo se detiene, se marea o se hace uno.

Ellos no saben.

 

 

El gualicho

                                                             El gualicho

 

Me acuerdo de verla caminar por el campo, con el viento.

Los árboles se iban sumando a su estela, como si a cada paso un pulmón invisible se armara de nubes y yuyos para levitar encima de su cabeza, para hacerla flotar sobre las crines plateadas de los pastos grises cacheteados por el viento. Yo recuerdo.

Recuerdo la forma nerviosa que tiene el helecho de enervar sus hojas, obsesiva, precisa. La flor amarilla y chiquita, apretado tesoro de la mano mojada, apenas niña.

El soplo que explota en deseo, los fuegos de artificio de una flor de cien filamentos, desquiciada por esparcir sus semillas.

Arañas mascotas de los quinchos altos, que no penan esquinas o techos.

Palitos de plantas cortadas y unidas por velcro oscuro, la conjunción fecunda de los elementos, el fermento agrio de las totoras en el agua encarchada de renacuajos.

Y entonces sucede, la maldita memoria se instala en la espalda de la nariz, como una espina de sueño que hilvana el recuerdo y lo trae de prepo.

Todo es cómplice de un conjuro sencillo.

No importa escapar muchas veces, nadar muchos mares, amar las montañas, sentirse por fin, ligera y sin juicio. No importa. Habrá que ir al encuentro o resonar en cuencos vacíos.

Nada puede sacar ese hedor profundo, ni siquiera el aire, sólo queda sentirlo.

Sólo queda llegar y aspirar, por fin, el olor sucio y primigenio del Río, ese que devuelve iodo cuando se quiere sal, ese que extermina el frescor en la piel pegajosa y deja restos de alquitrán en los pies desnudos.

Hecha la trampa, ahora yo soy el recuerdo que alguien está soñando en algún lugar ya extinguido.

 

El asceta

                                                             Asceta

 

Algunas piedras frías transitan mi nombre. No molestan, tienen el olor del alivio.

A veces me consuela una frase que me revienta las retinas por cinco segundos. Luego entiendo su futilidad y la desintegro en el aire que entra y sale de mi pecho en forma rítmica y profunda.  A mi alrededor sólo hay viento.

No sé cuánto hace que estoy acá porque hace mucho pude eliminar los números. Pensé que iba a ser de las últimas cosas pero fueron el principio.

Más tiempo llevaron los adornos o adjetivos. Aunque una vez desintegrados, el resto de palabras brillaron con una óptica infinita. Pero no hay que engañarse, no son más que cadáveres vacíos de sentido, apenas moneda de cambio para entenderme con los que antes eran los míos.

Muchos dirán que en realidad, nunca podré eliminarlas, que siempre estarán acechándome en la sombra de una sinapsis torcida, de un recuerdo dormido de una siesta de niño. Puede ser, pero mi misión es probar, mi misión es tratar de librarme de esos dispositivos contaminados de una arquitectura perversa, para reescribir el mundo. El lenguaje ya no es nuestro. Ya no son los minúsculos cambios anónimos, fragmentados y fortuitos los que dirigen su ruta.

Él lo entendió al ver una imagen en una foto. Sólo una. Una imagen que nadie debería ver nunca, porque nunca debería haber existido. La imagen del horror más profundo. Y alrededor de esa foto vio envolverse círculos de escarnio, estructuras de funcionamiento que se insertaban en la sociedad, embelleciendo, suavizando, mitigando el horror y limpiando culpas con nombres ridículos como lavado de activos.

Él entendió que las palabras ya no tenían significado, en el sentido más literal,  entendió que no había verdad en las letras entrelazadas que esculpían sonidos. Y emprendió una cruzada voraz para destruirlo.

Escribió mucho, publicó tesis, dio charlas y en general, hizo ruido. Pero nada cambió. En el camino, él mismo se convirtió en una Persona Grande de las que venden libros y es respetada por los que nadie debería respetar.  Libros pagados con el dinero que pagaban los que limpiaban y maquillaban el horror de las imágenes más viles. Y seguía usando el lenguaje para quejarse del lenguaje, en una crítica imposible.

Un día se despertó y todas las caras que vio le parecieron familiares. Todas. Los médicos le recomendaron un retiro, tenía sobredosis de empatía. Uno no puede dejar que esas cosas le afecten tanto, ya se sabe, si no, todos nos levantaríamos como perros rabiosos a defender lo más puro, a lapidar a los monstruos, a extirpar el Mal y sus Cómplices. Pero nadie lo hacía. Fue así que llegó a las Sierras, sólo.

Y aquí estoy desde hace mucho, aunque no sepa en realidad cuánto. El otro día me visitaron unos. No pude hablarles. Los escuché en silencio, por hastío. Decían ser los Consejeros de Oficio, me contaron de un nuevo método para proyectar mensajes subliminales literales de significado preciso y no emotivo. Lo hacían mediante músicas y textos no creados por humanos o divinos. Me hablaron de las ventajas de ese nuevo sistema para el funcionamiento y limpieza general. Me agradecieron también porque, dijeron, había sido idea mía. Cuando terminaron de hablar se quedaron en silencio esperando una respuesta. Pero yo ya no puedo pensar ni hablar de la misma manera, las piedras que me integran se revolvieron en las tripas haciendo que dos hilitos de mar brotaran tibios de mis ojos. Yo sólo puedo seguir viendo la imagen, una y otra vez.

Hay un niño y está asustado, al lado hay alguien que no debería.

Algunas piedras frías transitan mi nombre. Ya sólo dejo que se ensañen con su punta y su frío, ya no hay alivio.

FIN