El oasis
OASIS
Cuando explotó el primer cerro chato, todavía quedaban escuelas y un poco de tejido burocrático. Ella recordaba perfectamente la explicación de la maestra, aunque no la había entendido. Pero recordaba la alegría y la esperanza con que le brillaban los ojos.
Era agua lo que salía del cerro. Agua deshilachada en una gran cortina de humo blanco como homenaje de paz.
Esas rocas duras y porfiadas que habían sostenido por años praderas fértiles y penillanuras onduladas y que habían evitado siempre los movimientos de tierras, ya no lo hacían. Es curioso cómo nos aferramos a lo eterno, a tener palabras y certezas infinitas en un mundo definido por no serlo.
Siempre fue siempre sólo hasta que empezaron los eventos porque entonces ya nada fue predecible.
Los oasis se instalaron poco después. Los expertos afirmaban que había que cuidarlos como oro pero en realidad había que cuidarlos como agua. Que el agua que emanaban era parte de un afluente subterráneo del mismísimo acuífero Guaraní que había desembocado en esos campos después del movimiento de una de las placas terrestres. Pero el espectáculo era tan bello.
Las gotas ensuciaban de humedad todo el aire y hasta la plaza del pueblo que se veía de lejos. Por eso las laderas de los cerros chatos, otrora fértiles, reclamaban la vuelta a su origen de monte virgen, de tierra de alimento, rica. El verde volvió a extenderse en el horizonte de un radio corto pero intenso, lleno de esperanza o de fe en un milagro nuevo. La gente se dividía, pero opositores y activistas, se unían en el acuerdo de que el espectáculo era tan, pero tan bello.
Ambos se equivocaban, los que se dividían, porque ambos pensaban que se podía alterar en algo una existencia independiente y mayor. Porque no se puede opinar a favor o en contra de ser, de lo que existía, existe y existirá, de lo que nos excede en todo límite.
Pero al fin y al cabo quiénes éramos cada uno de nosotros para negarle al otro la visión de la maravilla. Del aire oscuro que recorre los coronillas espinosos en una noche de verano o el caminar de la planta desnuda contra el pasto brillante y limpio. Esos lujos que algunos de generaciones recientes sólo habían visto en vistas, sólo habían imaginado en olores, o escondido su hechizo y apariencia. Pero no, eso no era magia. Era la vida. La vida pulsando, como siempre, la cadena implacable hacia arriba, hacia adelante, sin detenerse, implacable.
Y esa tierra fértil como un seno lactante, se convirtió en codicia de propios y ajenos. Vinieron unos de lejos a decirnos que era suyo con unos papeles amarillos y arcaicos sin valor alguno. Les dijimos que eso funcionaba antes. Que ahora la tierra era del que vivía en ella, que las relaciones quiméricas de propiedades heredadas ya se habían abolido hacía más de cien años. Y logramos que se fueran.
Entonces vinieron los otros de más lejos. Y costó mucho más, pero también se fueron.
Y quedaron los propios una vez que habíamos echado a los ajenos. Empezaron las normas.
Las visitas a los oasis se repartían en días y horas fijas. Ya nadie usaba reloj, y eso complicaba mucho a la mayoría. Así que poco a poco la sucesión los requisitos estrafalarios que necesitaban de la posesión de objetos inútiles pero escasos, acabó con aislar a la élite como si se tratara de azar y no de un camino premeditado.
Cuando el último oasis fue exprimido hasta su secado y extinción, ella ya tenía unos veinte años. Todavía recuerda el día de escuela en que explotó el primer cerro chato, y la alegría de la maestra.
Ahora vagan en grupos pequeños, deambulan mucho y se quedan poco en el mismo lugar. Así parecen encontrar comida y refugio suficientes para asegurar su sustento. Como en las lenguas antiguas, las tribus recuerdan historias de sueños y se cuentan leyendas, de oído en oreja y de oreja en oído, casi en un suspiro:
Antes había un color que se llamaba verde.


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