Agua y Arena
Agua y arena
Hay un mundo viejo donde yo no existo, con paredes y pisos y puertas.
Hace mucho que no voy, pero sé que no existo.
Ya la ciudad más grande había sucumbido al mar, hecha un infierno de mugre y casas rotas.
Lo que antes era una fortaleza en un morro viejo, ahora era el único faro guía para adentrarse en sus aguas. Más allá de los bañados con sus juncos llenos de ratas, poco quedaba a la deriva.
Fue distracción, nomás. Apenas eso. Siempre estábamos más allá, errantes, buscando no sentirnos.
El agua no subió sola de un día para el otro, por el contrario, lo fue haciendo sigilosa y constante, como su ejército de gotas. Pero estábamos distraídos.
Hablábamos de las vistas propias o ajenas, y de lo último que se había oído en lo alto del algoritmo. Pequeñas chispas lúcidas que ardían en lo efímero.
Los que escapamos últimos no fuimos heroicos, sino cínicos.
Ya las tomas de las Sierras habían pasado hacía mucho y los pocos lugares altos, estaban todos hundidos.
Sólo quedó moverse hacia arriba. Hacia las llanuras desiertas, hacia las cuevas rotas donde la tierra seca lloraba estalactitas de basura sin vida.
Sobraba sol y también viento.
Allá lejos, en las dunas de micro plásticos, se elevaban seres estáticos e impermeables, de colores diversos y formas ruinosas.
Seres sin vida, llenos de quistes y pliegues de luto.
Esos bosques de esculturas de caucho fósil y refulgentes, se habían formado al caer los rayos de las tormentas secas.
Pero algunos no lo creían. Venían de un miedo eterno.
Era tal el espectáculo de belleza que no admitían que no hubiera la intención, la creación debida. Qué ironía negar el accidente, la casualidad, la Vida.
Cómo no entender que lo eterno, si existe, se llamaba Azar o Risa.
Más de uno cayó de rodillas llorando en un trance y tragando como gofio, arena plástica sucia. Otros lo aspiraban y se la frotaban por los brazos esperando un designio.
Unos y otros sintieron hincharse el pecho de vida, de explosión de colores y alaridos de papel burbuja.
Pero se derretían por dentro con millones de minúsculas heridas, abiertas, lacerantes.
Los que sobrevivían tenían el ámbar en la piel y los pliegues de lo callos llenos de cicatrices.
Ya no comían.
Cuando se dieron cuenta de que podían planear con sus prótesis de espanto, pusieron rumbo al sur, a las Sierras, rumbo a la esperanza que entendían se les debía, por sacrificio.
Pero los habitantes de las Sierras no los conocían.
Se pegaban a los vidrios y las puertas buscando algún contacto.
Luego volvían volando a las dunas, a adorar a sus moldes de barro y linóleo, a aspirar arena tóxica y a esperar por su cura.
Yo los miraba de lejos, desde mi guarida, desde las cuevas rotas.
Creía estar mejor que ellos, con mi forma primigenia erguida.
Pero los días se agrupaban en la garganta, asfixiando sin prisa y empecé a caminar.
Desperté en un portal de las Sierras muchos días después, con una resaca intensa y una tristeza infinita.
Los de adentro me miraban horrorizados, cerrando las cortinas.
Yo les quería decir que era uno de ellos, pero no me veían.
Más que no verme, yo creo, es que no me querían.


0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal