REDES
No fueron las abejas, como todo el mundo esperaba, las grandes protagonistas del descalabro global ni el efecto mariposa, de cansinos instantes finales.
De lejos se veían como capullos gigantes incubando quién sabe qué criatura cambiante, pero eran sólo casas viejas.
Ya más de cerca se apreciaban las pequeñas figuras finas negras de ocho patas saltando incansablemente para cubrir toda la superficie, desde el techo a los zócalos.
Era raro ver las taperas forradas como pupas de mariposa queriendo volver para vivir una vida distinta, en el medio de las llanuras polvorientas.
Los expertos no se explicaban que pudieran haber sobrevivido tantas fuera de la costa, pero ahí estaban, salían de las cuevas rotas, esas grietas profundas que se habían formado después de años de sequías y bombas de calor.
Lograron identificar el tipo de especie autóctona, araña lobo, le decían porque a diferencia de sus pares, no tejía ni esperaba, sino que salía de noche a cazar en emboscada.
Esa criatura que se había definido por ser nómade y voladora, a diferencia de sus congéneres, había encontrado la manera, sin embargo, de quedarse en un lugar.
Disparaban sus hilos de seda como proyectiles al viento, para desplazarse entre corrientes de aire y esqueletos de árboles tristes.
Poco a poco empezaron a llegar a la ciudad.
Primero en la periferia y después más allá.
Todas las noches, las casas aparecían envueltas en la seda pegajosa, impregnada de feromonas. La primera reacción fue eliminarlas, pero ya estaba más que prohibida la venta de químicos mortales, aunque su contrabando fuera inevitable.
Así que procedieron a mitigar los efectos poniendo jabón, en las ventanas y puertas o trampas imperfectas de pinchos y plantas.
Nada funcionó.
Con el tiempo empezaron a disfrutar de las nuevas condiciones de aislamiento térmico y amortización de ruidos.
Una especie de calma los invadía de noche, sin ninguna de las drogas nocturnas que debían tomar para poder conciliar el sueño. Entonces, ellos también empezaron a quedarse.
Ante la promesa de sueño reparador y fresco, todos los que habitaban edificios altos e iglesias recicladas, reclamaron su cuota de envolvencia al viento, sin respuesta.
Más de uno decidió empezar un criadero y las soltaba desde la azotea planeando hacia abajo, para que hicieran su magia en caída libre.
El aumento de criaderos y espontáneos, que vendían lonas de seda robadas a las taperas, empezó a hacer mella en las arañas lobo, provocando abruptamente su desaparición.
Las casas fueron perdiendo paulatinamente su cubierta de algodón de azúcar y las últimas arañas, murieron sin poder volar ni tejer un proyectil de seda.
Sólo entonces, volvieron a salir de noche y, en fin, los ruidos.
Las metamorfosis no son parte de una especie condenada a repetirse.
Poco después llegó la foto.
Una impensable, sacada desde un globo aerostático de medición de oxígeno.
Todos los techos forrados de seda refulgían como un laberinto al reflejarse con la luz del sol. Solo desde arriba podía leerse las letras encadenadas en un idioma antiguo de palabras obsoletas.
“AYUDA”, era lo último que podía leerse con algún sentido.


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