jueves, 7 de agosto de 2025

Hilos 8. Comiendo vidas enero 03, 2024


 

Comiendo vidas

 

 

Miro por la ventana pero no hay nubes aunque sí gotas.

Veo el amarillo inexorable y polvoriento de la tierra tachonarse de lunares mojados y sucios.

 

 

Las únicas hojas verdes son vestigios de cardos o cerrajas con sus flores violentando el desierto.

 

Plantas animas y resistentes, generosas en regalar alimento, antes malditas sin nombre por ser nativas, desintegradas en el olvido común de los yuyos.

Así les decían los antiguos.

Plantas que alimentaron las vidas que ahora me alimentan.

 

Legiones de ojos miraron antes de mí este río, ahora seco.

Montones, miles, apenas brillos.

Luego se hicieron fuego y cenizas para pegarse a los cantos de las piedras, a raíces añejas de coronillas y sauces, al clamor rebelde del ceibo en el agua.

Y puedo sentir la paz de los montes históricos que servían de refugio en las carreras de niños, de risas chapoteando entre el calor y los juncos.

 

Todo eso alimentó esta tierra, los higos del verano que eran dulce en otoño.

Los tomates voluptuosos de las quintas de diciembre y las noches serenas de refresco en la brisa.

 

Con las estrellas más amarillas, rosadas y escurridizas.

Así de indómitos crecimos.

Comiendo vidas ajenas diluidas en todos los elementos para infectar la nuestra.

 

Gente que no conocimos nunca.

Algunos dicen que ellos no tienen nada que ver conmigo.

Pero yo sigo escuchando el fuego y abonando esta tierra con orín para que me dé sus frutos.

 

En algún recóndito fragmento mineral, puedo distinguir una chispa serena que me nutre y me calma.

 

Legiones de bocas me dicen que así no se vive, que hay que abrazar el tiempo éste como si fuera algo mío. Que nada tengo que ver con los que vivieron antes, pues no son mis abuelos, ni mis hijos ni mis primos.

 

Ellos no saben que en las noches sin quererlo escucho un susurro.

De voces antiguas, de vidas libres, de cantos de vientos, donde todo se detiene, se marea o se hace uno.

Ellos no saben.

 

 

El gualicho

                                                             El gualicho

 

Me acuerdo de verla caminar por el campo, con el viento.

Los árboles se iban sumando a su estela, como si a cada paso un pulmón invisible se armara de nubes y yuyos para levitar encima de su cabeza, para hacerla flotar sobre las crines plateadas de los pastos grises cacheteados por el viento. Yo recuerdo.

Recuerdo la forma nerviosa que tiene el helecho de enervar sus hojas, obsesiva, precisa. La flor amarilla y chiquita, apretado tesoro de la mano mojada, apenas niña.

El soplo que explota en deseo, los fuegos de artificio de una flor de cien filamentos, desquiciada por esparcir sus semillas.

Arañas mascotas de los quinchos altos, que no penan esquinas o techos.

Palitos de plantas cortadas y unidas por velcro oscuro, la conjunción fecunda de los elementos, el fermento agrio de las totoras en el agua encarchada de renacuajos.

Y entonces sucede, la maldita memoria se instala en la espalda de la nariz, como una espina de sueño que hilvana el recuerdo y lo trae de prepo.

Todo es cómplice de un conjuro sencillo.

No importa escapar muchas veces, nadar muchos mares, amar las montañas, sentirse por fin, ligera y sin juicio. No importa. Habrá que ir al encuentro o resonar en cuencos vacíos.

Nada puede sacar ese hedor profundo, ni siquiera el aire, sólo queda sentirlo.

Sólo queda llegar y aspirar, por fin, el olor sucio y primigenio del Río, ese que devuelve iodo cuando se quiere sal, ese que extermina el frescor en la piel pegajosa y deja restos de alquitrán en los pies desnudos.

Hecha la trampa, ahora yo soy el recuerdo que alguien está soñando en algún lugar ya extinguido.

 

El asceta

                                                             Asceta

 

Algunas piedras frías transitan mi nombre. No molestan, tienen el olor del alivio.

A veces me consuela una frase que me revienta las retinas por cinco segundos. Luego entiendo su futilidad y la desintegro en el aire que entra y sale de mi pecho en forma rítmica y profunda.  A mi alrededor sólo hay viento.

No sé cuánto hace que estoy acá porque hace mucho pude eliminar los números. Pensé que iba a ser de las últimas cosas pero fueron el principio.

Más tiempo llevaron los adornos o adjetivos. Aunque una vez desintegrados, el resto de palabras brillaron con una óptica infinita. Pero no hay que engañarse, no son más que cadáveres vacíos de sentido, apenas moneda de cambio para entenderme con los que antes eran los míos.

Muchos dirán que en realidad, nunca podré eliminarlas, que siempre estarán acechándome en la sombra de una sinapsis torcida, de un recuerdo dormido de una siesta de niño. Puede ser, pero mi misión es probar, mi misión es tratar de librarme de esos dispositivos contaminados de una arquitectura perversa, para reescribir el mundo. El lenguaje ya no es nuestro. Ya no son los minúsculos cambios anónimos, fragmentados y fortuitos los que dirigen su ruta.

Él lo entendió al ver una imagen en una foto. Sólo una. Una imagen que nadie debería ver nunca, porque nunca debería haber existido. La imagen del horror más profundo. Y alrededor de esa foto vio envolverse círculos de escarnio, estructuras de funcionamiento que se insertaban en la sociedad, embelleciendo, suavizando, mitigando el horror y limpiando culpas con nombres ridículos como lavado de activos.

Él entendió que las palabras ya no tenían significado, en el sentido más literal,  entendió que no había verdad en las letras entrelazadas que esculpían sonidos. Y emprendió una cruzada voraz para destruirlo.

Escribió mucho, publicó tesis, dio charlas y en general, hizo ruido. Pero nada cambió. En el camino, él mismo se convirtió en una Persona Grande de las que venden libros y es respetada por los que nadie debería respetar.  Libros pagados con el dinero que pagaban los que limpiaban y maquillaban el horror de las imágenes más viles. Y seguía usando el lenguaje para quejarse del lenguaje, en una crítica imposible.

Un día se despertó y todas las caras que vio le parecieron familiares. Todas. Los médicos le recomendaron un retiro, tenía sobredosis de empatía. Uno no puede dejar que esas cosas le afecten tanto, ya se sabe, si no, todos nos levantaríamos como perros rabiosos a defender lo más puro, a lapidar a los monstruos, a extirpar el Mal y sus Cómplices. Pero nadie lo hacía. Fue así que llegó a las Sierras, sólo.

Y aquí estoy desde hace mucho, aunque no sepa en realidad cuánto. El otro día me visitaron unos. No pude hablarles. Los escuché en silencio, por hastío. Decían ser los Consejeros de Oficio, me contaron de un nuevo método para proyectar mensajes subliminales literales de significado preciso y no emotivo. Lo hacían mediante músicas y textos no creados por humanos o divinos. Me hablaron de las ventajas de ese nuevo sistema para el funcionamiento y limpieza general. Me agradecieron también porque, dijeron, había sido idea mía. Cuando terminaron de hablar se quedaron en silencio esperando una respuesta. Pero yo ya no puedo pensar ni hablar de la misma manera, las piedras que me integran se revolvieron en las tripas haciendo que dos hilitos de mar brotaran tibios de mis ojos. Yo sólo puedo seguir viendo la imagen, una y otra vez.

Hay un niño y está asustado, al lado hay alguien que no debería.

Algunas piedras frías transitan mi nombre. Ya sólo dejo que se ensañen con su punta y su frío, ya no hay alivio.

FIN

El oasis

 

OASIS


Cuando explotó el primer cerro chato, todavía quedaban escuelas y un poco de tejido burocrático. Ella recordaba perfectamente la explicación de la maestra, aunque no la había entendido. Pero recordaba la alegría y la esperanza con que le brillaban los ojos.

Era agua lo que salía del cerro. Agua deshilachada en una gran cortina de humo blanco como homenaje de paz.

Esas rocas duras y porfiadas que habían sostenido por años praderas fértiles y penillanuras onduladas y que habían evitado siempre los movimientos de tierras, ya no lo hacían. Es curioso cómo nos aferramos a lo eterno, a tener palabras y certezas infinitas en un mundo definido por no serlo.

Siempre fue siempre sólo hasta que empezaron los eventos porque entonces ya nada fue predecible.

Los oasis se instalaron poco después.  Los expertos afirmaban que había que cuidarlos como oro pero en realidad había que cuidarlos como agua. Que el agua que emanaban era parte de un afluente subterráneo del mismísimo acuífero Guaraní que había desembocado en esos campos después del movimiento de una de las placas terrestres. Pero el espectáculo era tan bello.

Las gotas ensuciaban de humedad todo el aire y hasta la plaza del pueblo que se veía de lejos. Por eso las laderas de los cerros chatos, otrora fértiles, reclamaban la vuelta a su origen de monte virgen, de tierra de alimento, rica. El verde volvió a extenderse en el horizonte de un radio corto pero intenso, lleno de esperanza o de fe en un milagro nuevo. La gente se dividía, pero opositores y activistas, se unían en el acuerdo de que el espectáculo era tan, pero tan bello.

Ambos se equivocaban, los que se dividían, porque ambos pensaban que se podía alterar en algo una existencia independiente y mayor. Porque no se puede opinar a favor o en contra de ser, de lo que existía, existe y existirá, de lo que nos excede en todo límite.

Pero al fin y al cabo quiénes éramos cada uno de nosotros para negarle al otro la visión de la maravilla. Del aire oscuro que recorre los coronillas espinosos en una noche de verano o el caminar de la planta desnuda contra el pasto brillante y limpio. Esos lujos que algunos de generaciones recientes sólo habían visto en vistas, sólo habían imaginado en olores, o escondido su hechizo y apariencia. Pero no, eso no era magia. Era la vida. La vida pulsando, como siempre, la cadena implacable hacia arriba, hacia adelante, sin detenerse, implacable.

Y esa tierra fértil como un seno lactante, se convirtió en codicia de propios y ajenos. Vinieron unos de lejos a decirnos que era suyo con unos papeles amarillos y arcaicos sin valor alguno. Les dijimos que eso funcionaba antes. Que ahora la tierra era del que vivía en ella, que las relaciones quiméricas de propiedades heredadas ya se habían abolido hacía más de cien años. Y logramos que se fueran.

Entonces vinieron los otros de más lejos. Y costó mucho más, pero también se fueron.

Y quedaron los propios una vez que habíamos echado a los ajenos. Empezaron las normas.

Las visitas a los oasis se repartían en días y horas fijas. Ya nadie usaba reloj, y eso complicaba mucho a la mayoría. Así que poco a poco la sucesión los requisitos estrafalarios que necesitaban de la posesión de objetos inútiles pero escasos, acabó con aislar a la élite como si se tratara de azar y no de un camino premeditado.

Cuando el último oasis fue exprimido hasta su secado y extinción, ella ya tenía unos veinte años. Todavía recuerda el día de escuela en que explotó el primer cerro chato, y la alegría de la maestra.

Ahora vagan en grupos pequeños, deambulan mucho y se quedan poco en el mismo lugar. Así parecen encontrar comida y refugio suficientes para asegurar su sustento. Como en las lenguas antiguas, las tribus recuerdan historias de sueños y se cuentan leyendas, de oído en oreja y de oreja en oído, casi en un suspiro:

 Antes había un color que se llamaba verde.

 

Silencio

 "Silencio"


 Entre la primera letra, mayúscula, y el punto, final, hubo un largo enunciado lleno de comas, alegrías y tristezas

No se puede vivir atormentado, decían los que esquivaban los días y también las noches. Sin ningún signo propio de luz o moral ajena habían condenado la humanidad a la Alegría, a la macabra obligación de la alegría, de la sonrisa sin gracia, del chiste de bolsillo.

Era verano afuera y el aire olía dulce a jugo y a azahar. Había en la cortina negra de la noche, apenas una o dos luciérnagas derrochando vida o estupidez. Fue en ese momento que escuchó esa cadencia por primera vez, a lo lejos, casi como una quimera.

La música espontánea no era posible ni comprendida. Las canciones y melodías se abultaban en catálogos absurdos de códigos de cercanías y derechos. Música de significado, le decían, a ese estamento mecánico de clings y clangs devenidos en imágenes literales en la retina.

Habían empezado de a poco, con mensajes subliminales de proyección literal, hasta llegar a desafiar la semiótica con códigos enteros de catálogos de territorio adulterado.

Los Dirigentes del Consejo de Oficio seguían trabajando en la red de asignación musical por nacimiento para evitar el caos de lo que quedaba de sociedad.

El ejercicio subliminal de la música había conseguido atrofiar poco a poco la escucha natural y ordinaria de ruidos y notas varias. Sin embargo, al otro día, en esa sordera negra de la noche,

volvió a escuchar la melodía de nuevo, y esta vez, un poco más fuerte. Era distinta. Cada nota le iba revolviendo el pecho en un puchero de angustia dulce, a fuego lento, hasta hacerle mirar para arriba, buscando la luna o las estrellas que ya no se veían.

Nada de lo que escuchaba podía describirse en palabras o imágenes. Era algo imposible, sin referencias más que el sentir: aterrador y bello.

No pudo seguir escuchando porque sus propias lágrimas empezaron a abarrotar la sala y mojar las cortinas, los sollozos se hicieron tan fuertes que apagaron ya cualquier sonido de los permitidos. La cadencia maldita seguía invadiendo casas y jardines y los ríos de lágrimas y tristeza rodaban entre piedras de alquitrán y flores de cardo.

Lloraron por sus muertos, a los que un jingle del Consejero de Oficio les obligaba a despedir con sonrisas. Lloraron por los niños flacos y con mocos que pululaban descalzos y los códigos subliminales obligaban a ver como ajenos. Lloraron por la soledad que los rodeaba a todos.

Lloraron. Hasta que ya no pudieron llorar más, limpios y ahogados en lagunas de lágrimas saladas. Nadie sabe quién fue el primero que pudo parar, respirar y recibir, por fin, el alivio.

Sólo entonces pudieron volver a sentir, torpemente, eso que llamaban alegrías.