lunes, 15 de septiembre de 2025

REDES

No fueron las abejas, como todo el mundo esperaba, las grandes protagonistas del descalabro global ni el efecto mariposa, de cansinos instantes finales.

De lejos se veían como capullos gigantes incubando quién sabe qué criatura cambiante, pero eran sólo casas viejas.

Ya más de cerca se apreciaban las pequeñas figuras finas negras de ocho patas saltando incansablemente para cubrir toda la superficie, desde el techo a los zócalos.

Era raro ver las taperas forradas como pupas de mariposa queriendo volver para vivir una vida distinta, en el medio de las llanuras polvorientas.

Los expertos no se explicaban que pudieran haber sobrevivido tantas fuera de la costa, pero ahí estaban, salían de las cuevas rotas, esas grietas profundas que se habían formado después de años de sequías y bombas de calor.

Lograron identificar el tipo de especie autóctona,  araña lobo, le decían porque a diferencia de sus pares, no tejía ni esperaba, sino que salía de noche a cazar en emboscada.  

Esa criatura que se había definido por ser nómade y voladora, a diferencia de sus congéneres, había encontrado la manera, sin embargo, de quedarse en un lugar.

Disparaban sus hilos de seda como proyectiles al viento, para desplazarse entre corrientes de aire y esqueletos de árboles tristes.

Poco a poco empezaron a llegar a la ciudad.

Primero en la periferia y después más allá.

Todas las noches, las casas aparecían envueltas en la seda pegajosa, impregnada de feromonas. La primera reacción fue eliminarlas, pero ya estaba más que prohibida la venta de químicos mortales, aunque su contrabando fuera inevitable.  

Así que procedieron a mitigar los efectos poniendo jabón, en las ventanas y puertas o trampas imperfectas de pinchos y plantas.

Nada funcionó.

Con el tiempo empezaron a disfrutar de las nuevas condiciones de aislamiento térmico y amortización de ruidos.

Una especie de calma los invadía de noche, sin ninguna de las drogas nocturnas que debían tomar para poder conciliar el sueño. Entonces, ellos también empezaron a quedarse.

Ante la promesa de sueño reparador y fresco, todos los que habitaban edificios altos e iglesias recicladas, reclamaron su cuota de envolvencia al viento, sin respuesta.

Más de uno decidió empezar un criadero y las soltaba desde la azotea planeando hacia abajo, para que hicieran su magia en caída libre.

El aumento de  criaderos y espontáneos, que vendían lonas de seda robadas a las taperas, empezó a hacer mella en las arañas lobo, provocando abruptamente su desaparición.

Las casas fueron perdiendo paulatinamente su cubierta de algodón de azúcar y las últimas arañas, murieron sin poder volar ni tejer un proyectil de seda.

Sólo entonces, volvieron a salir de noche y, en fin,  los ruidos.

Las metamorfosis no son parte de una especie condenada a repetirse.

Poco después llegó la foto.

Una impensable, sacada desde un globo aerostático de medición de oxígeno.

Todos los techos forrados de seda refulgían como un laberinto al reflejarse con la luz del sol. Solo desde arriba podía leerse las letras encadenadas en un idioma antiguo de palabras obsoletas.

“AYUDA”, era lo último que podía leerse con algún sentido. 

lunes, 1 de septiembre de 2025

Agua y Arena

Agua y arena

 

Hay un mundo viejo donde yo no existo, con paredes y pisos y puertas.

Hace mucho que no voy, pero sé que no existo.

Ya la ciudad más grande había sucumbido al mar, hecha un infierno de mugre y casas rotas.

Lo que antes era una fortaleza en un morro viejo, ahora era el único faro guía para adentrarse en sus aguas. Más allá de los bañados con sus juncos llenos de ratas, poco quedaba a la deriva.

Fue distracción, nomás. Apenas eso. Siempre estábamos más allá, errantes, buscando no sentirnos.

El agua no subió sola de un día para el otro, por el contrario, lo fue haciendo sigilosa y constante, como su ejército de gotas. Pero estábamos distraídos.

Hablábamos de las vistas propias o ajenas, y de lo último que se había oído en lo alto del algoritmo. Pequeñas chispas lúcidas que ardían en lo efímero.

Los que escapamos últimos no fuimos heroicos, sino cínicos.

Ya las tomas de las Sierras habían pasado hacía mucho y los pocos lugares altos, estaban todos hundidos.

Sólo quedó moverse hacia arriba. Hacia las llanuras desiertas, hacia las cuevas rotas donde la tierra seca lloraba estalactitas de basura sin vida.

Sobraba sol y también viento.  

Allá lejos, en las dunas de micro plásticos, se elevaban seres estáticos e impermeables, de colores diversos y formas ruinosas.

Seres sin vida,  llenos de quistes y pliegues de luto.

Esos bosques de esculturas de caucho fósil y  refulgentes, se habían formado al caer los rayos de las tormentas secas.

Pero algunos no lo creían. Venían de un miedo eterno.  

Era tal el espectáculo de belleza que no admitían que no hubiera la intención, la creación debida. Qué ironía negar el accidente, la casualidad, la Vida.

Cómo no entender que lo eterno, si existe, se llamaba Azar o Risa.

Más de uno cayó de rodillas llorando en un trance y tragando como gofio, arena plástica sucia. Otros lo aspiraban y se la frotaban por los brazos esperando un designio.

Unos y otros sintieron hincharse el pecho de vida, de explosión de colores y alaridos de papel burbuja.

Pero se derretían por dentro con millones de minúsculas heridas, abiertas, lacerantes.

Los que sobrevivían tenían el ámbar en la piel y los pliegues de lo callos llenos de cicatrices.

Ya no comían.

Cuando se dieron cuenta de que podían planear con sus prótesis de espanto, pusieron rumbo al sur, a las Sierras, rumbo a la esperanza que entendían se les debía, por sacrificio.

Pero los habitantes de las Sierras no los conocían.

Se pegaban a los vidrios y las puertas buscando algún contacto.

Luego volvían volando a las dunas, a adorar a sus moldes de barro y linóleo, a aspirar arena tóxica y a esperar por su cura.

Yo los miraba de lejos, desde mi guarida, desde las cuevas rotas.

Creía estar mejor que ellos, con mi forma primigenia erguida.

Pero los días se agrupaban en la garganta, asfixiando sin prisa y empecé a caminar.

Desperté en un portal de las Sierras muchos días después, con una resaca intensa y una tristeza infinita.

Los de adentro me miraban horrorizados, cerrando las cortinas.

Yo les quería decir que era uno de ellos, pero no me veían.

Más que no verme, yo creo, es que no me querían.